sábado, 31 de marzo de 2007

El ritual

Cuando discutía con su mujer hacía cosas extrañas como no remover el café después de echarse el azúcar y tomárselo amargo; luego saboreaba el azúcar no disuelta que quedaba reposando en el fondo de la taza; hacia aquello y también escuchar las noticias en una emisora de radio que las contase en contra de sus convicciones ideológicas –que ahora no vienen al caso-; y también procuraba aparcar su coche en lugares donde pudiera rayárselo, y no plegaba los retrovisores ni tiraba muy fuerte del freno de mano. Durante el periodo que duraba el enfado, que dependiendo del origen del mismo oscilaba entre las pocas horas y los tres días, se abandonaba a estas y otras prácticas temerarias como acordarse, en primer lugar, de sus exnovias, proyectos fracasados de vida en común, conatos de amor desatendidos por la suerte; después, de las amantes, no muchas para su desgracia; y más tarde, de los flirteos más prometedores, de las seducciones más estratégicas, de los mejores cruces de miradas en la oficina, en el metro o en los semáforos, y así, indolente, iba descendiendo hasta llegar a Tania.

Aquella mañana había discutido con su mujer por que ella quería hacer más cosas de pareja, ir más al cine, salir más; le acusaba de tenerla encerrada en casa, de querer hacer el amor cada vez de forma más mecánica y ritual, de estar absorbido por su trabajo, y hasta llegó a insinuarle que tenía sospechas de no ser la única mujer de su vida. Todo eso, como no podía se de otra forma, le ponía muy nervioso y le enfadaba. Aquella mañana habían vuelto a discutir por lo mismo. Él aguantó estoico la bronca, desayunó y se fue a trabajar, pero no lo hizo. Llamó a la oficina para decir que se encontraba mal, se disculpó por avisar con tan poco tiempo, montó en el coche y lo aparcó unas manzanas más allá para que su mujer no lo viese en la entrada cuando saliese a trabajar. Ella salía más tarde, casi a las diez. Hasta hacía unos meses, trabajaba de escaparatista para una importante cadena de tiendas de ropa, pero había perdido el puesto a favor de un francés a todas luces más innovador que ella. El mes pasado había conseguido colocarse como profesora en una escuela de diseño y publicidad. El puesto le daba menos trabajo que el de escaparatista, pero también menos dinero y menos satisfacción personal. Últimamente ella estaba cada vez más triste y era víctima frecuente de carencias afectivas que la animaban a buscar en su marido un amor que este reservaba para sí mismo.

Esa mañana, él no tuvo problema para encontrar un sitio para el coche que, dicho queda, fue aparcado peligrosamente cerca de unos cubos de basura, con los retrovisores despegados y el freno de mano haciendo teatro de variedades. Compró el periódico –uno que contaba las noticias desde las antípodas de sus convicciones ideológicas- y miró la hora: las nueve. Se metió en una cafetería asegurándose previamente de que en ella se podía fumar y de que, de hecho, había gente fumando. La mayoría eran jubilados y parados infectados de costumbre y barbas grises. Se sentó y pidió un café en el que, ya saben, vertió todo el azúcar, pero no metió la cuchara. Leyó atentamente los titulares de casi todas las noticias y sólo se saltó el suplemento sobre tecnología, el suplemento de vivienda, y la zona central del periódico, páramo infame al que nunca prestaba atención. Así pasó tres cuartos de ahora, sin probar el café. Cuando se acordó, ya estaba frío. Lo tomó por penitencia y saboreó lentamente el dulce caramelo que le aguardaba al final. En ese momento de éxtasis, empezó a acordarse, víctima también de la costumbre y asaltado por un resorte mental que era parte del tratamiento que se autoinflingía en estas ocasiones, de sus exnovias. A las diez y cuarto ya rememoraba a la chica que le miró penetrantemente desde la parada del autobús y, a las diez y veinte, había llegado a Tania.

Tania era como una isla virgen, un lugar donde su mente podía pararse a reposar, un trauma maravilloso, un estigma atávico e imborrable, una tabla en medio del océano, un privilegio. Tania era su otro futuro, la persona con la que hubiera sido feliz en la realidad paralela que no habitaba, pero a la que creía poder mudarse en cualquier momento. Cuando las cosas iban mal con su mujer, cuando discutían, siempre, después del ritual el azúcar, pensaba insistentemente en Tania y pensaba que siempre podría volver a aquel instante en que la conoció, convencido de poder hacer las maletas y regresar el pálpito primero, al comienzo mismo de la bifurcación, para evitar el error. Sentía aquello cada vez que la rememoraba y saboreaba la convicción de que ella también estaba esperándole en alguna parte.

Volvió a casa dando un paseo y entró en el baño con el periódico debajo del brazo. Se bajó los pantalones, los calzoncillos, se sentó en la taza del váter y abrió sobre sus rodillas el periódico. Pasó rutinaria y ruidosamente las páginas buscando algo, pero ya estaba todo leído. Los suplementos los había dejado en la cafetería así que, a falta de otra cosa, se detuvo en los anuncios de contactos. “Sonia. 19 añitos. Te haré disfrutar como nunca. Griego profundo y francés tragando. Repite las veces que quieras”; “Amigas ninfómanas. Ven a visitarnos. Recibimos desnudas. Insaciables. Haremos realidad todas tus fantasías.” Al tercer anuncio ya estaba excitado, sorprendente. Terminó tan rápido como pudo su tarea principal y, tras limpiarse y tirar de la cadena, se fue a su habitación a continuar leyendo. “Alicia. Jovencita, 120 de pecho. Beso negro y francés natural. Penétrame”. No podía creerlo pero, aquellos anuncios, calcos unos de otros, le habían excitado hasta el punto de que, casi inconscientemente, había empezado a masturbarse. Pronto se le acabaron los anuncios destacados que venían acompañados de fotografía y tuvo que buscar entre los otros, más modestos y ordenados alfabéticamente, algo que mantuviese la tensión. Decían lo mismo: “Ana. 18 añitos. Te recibo sola en mi piso. Griego natural. Viciosa. También hoteles”. Pasó así desde Ana hasta Silvia, pasando por Elena y Marta y, cuando iba a deshacerse de placer, leyó: “Tania. Ven, te estoy esperando”. La erección se desplomó como un pájaro abatido pero el corazón siguió bombeando con fuerza.

Tras el impacto inicial, se sentó en el borde de la cama y se dobló sobre si mismo para buscar su móvil en el bolsillo derecho. Lo encontró y marcó el número de Tania. Tras dos tonos, una voz familiar contestó:

- ¿Sí?
- ¿Tania? ¿Eres Tania?
- Si, soy yo.
- Tania, he visto tu anuncio en el periódico, yo también te he estado esperando Tania. Te he querido siempre. Siempre Tania.
- ¿Pedro?
- Si mi amor, mi vida, soy Pedro. Sé que tú también estabas esperándome. Te necesito Tania. Quiero escapar de mi vida. Odio esto.

Hubo un silencio. Después, Pedro escuchó a su mujer llorando al otro lado.

jueves, 15 de febrero de 2007

Ideas de Camus

El pánico le dejaba a duras penas ver la imagen de Cristo. Cuando conseguía reunir valor y fuerzas para levantar la cabeza y enfocar con sus pupilas cansadas aquella estampa cadavérica, veía la imagen de un hombre derrotado, con la boca abierta, las costillas fluyendo desde el fondo del cuerpo, y comprendía que no podía ceder.

La misma diminuta y afiladísima navaja francesa que le había rajado la sotana se paseaba ahora desafiante por su cuello. La mano que la sostenía, inundada de venas azules, restregaba la hoja fría del arma contra su nuez temblorosa. El hombre incorporó de pronto.

- Padre, voy a serle sincero: no quiero matarle; no quiero hacerle daño. También yo soy un hombre religioso ¿sabe? – Hizo una pausa para inspirar profundamente - Pero también yo tengo que ganarme la vida de alguna forma ¿comprende?

Silvio estaba desnudo, casi congelado, atado a una silla con una cuerda de nylon, las manos sujetas fuertemente tras la espalda con abrazaderas de plástico. Dos tiras de cinta americana en la boca. Dentro habían metido un trapo sucio. Toda la saliva que producía la absorbía el trapo, la boca estaba empezando a secársele.

El que había hablado era un hombre muy alto, siniestro por su aspecto, con el pelo brillante y largo hasta los hombros. La cara grisácea y algo picada. Con al menos dos cicatrices: una en la frente, sobre su ceja derecha, y otra debajo del labio, también en su lado derecho. Vestía un traje gris muy nuevo y unos zapatos negros cubiertos por el polvo de fuera. Los ojos verdes y la barba a modo de sombra. Hablaba muy despacio, en un tono bajo y grave, con la voz paternal y con la dicción serena de quién se dirige a un niño de cuatro años que no quiere irse a la cama. Cuando se acercaba mucho a Silvio, bajaba aun más el tono hasta convertir su voz casi en un susurro; entonces la paternalidad y la calidez se tornaban en maldad y sadismo.

- Sabemos – continuó mientras jugaba hábilmente con la navaja – que vino aquí anoche. Le vieron entrar. – Hizo una pasa y se acercó a Silvio. Se puso de cuclillas frente a él – Usted fue el último en verle y sabe dónde está. De eso no cabe duda.

Claro que lo sabía. El hombre al que buscaban era Diego, uno de los mejores amigos que había tenido jamás. Uno de los pocos se podría decir. Diego y él eran amigos desde siempre. En aquel pequeño pueblo del pirineo leridano uno tenía, en aquella época, poca capacidad para elegir sus amistades. Diego era el cuarto de seis hermanos. Una familia muy buena. Siempre había sido muy inteligente, desde pequeño, y había aprendido a ganarse la vida con la ganadería. Alto y fuerte desde los catorce años y travieso como el mismo diablo. Se casó joven y tuvo tres hijas. La más mayor tenía ahora dieciocho años y la más joven siete.

Silvio y Diego habían sido monaguillos en aquella iglesia y los dos se habían escondido del cura en aquella capilla lateral en la que ahora Silvio se entumecía de frío. Diego dejó rápido la vida eclesiástica, pero Silvio continuó, primero por inercia y después por convicción, henchido de fe. Diego iba muy a menudo a verle para hablar. Cuando empezó la guerra perdieron el contacto y nunca volvió a verle. Hasta la noche anterior. Diego había llamado aterrado a la puerta trasera de la iglesia. Su aspecto era lamentable. Parecía haber envejecido diez años durante los últimos tres. Vestido casi con harapos, la barba canosa, el rostro desencajado y el pelo sucio y lacio. Silvio le invitó a pasar y Diego le contó cómo, a unos 40 km de allí, hacía dos noches, había matado a dos policías mientras huía de un pueblo. “Ha sido un accidente Silvio, te lo juro, me perseguían para matarme por que me habían confundido con otro hombre. Uno de ellos me disparó y yo respondí, pero no quería matarle. Joder Silvio, le di en el pecho por error. Puta mala suerte. Luego el otro entró en cólera y vino a por mí… Si no le llego a matar yo me hubiese matado él a mi”. La mujer y las hijas de Diego habían logrado escapar a Francia casi al principio de la guerra y ahora él no tenía nadie que le ayudase a huir.

- Qué… ¿vas a decirnos dónde está?

Silvio no movió un músculo. El hombre se incorporó lentamente, se estiró la parte inferior de traje, suspiró, se metió la pequeña navaja en el bolsillo del pantalón y en un ataque de ira, con la mano abierta, le propinó a Silvio una bofetada cuyo eco se mantuvo unos segundos rebotando en las pareces de la capilla. Aquello pareció relajar bastante a aquel hombre Los dos que le acompañaban se habían mantenido hasta entonces en un segundo plano, sentados en un par de sillas y uno de ellos casi había llegado a dormirse. En ese momento levantaron la cabeza sobresaltados y vieron como su jefe le propinaba un segundo golpe, ese con el puño, suficientemente fuerte para fracturarle la mandíbula. Luego un tercero y un cuarto abrieron el labio inferior de Silvio que empezó a sangrar mansamente. Un dolor intenso acudió a la sangre. Silvio mantuvo la cabeza agachada y los párpados apretados con fuerza, temiendo un quinto. Al no llegar, abrió los ojos. El hombre le había dado la chaqueta gris a uno de sus secuaces y ahora estaba mirándole fijamente mientras terminaba de remangarse la camisa.

Silvio no podía decir nada.

- No se haga el héroe padre – dijo mientras se giraba para darle la espalda – he estado varias veces en esta situación ¿sabe? Es muy aburrido. Al final, siempre, todos, acaban diciendo lo que saben. Los más inteligentes lo sueltan enseguida. – El hombre se volvió hacia Silvio - ¿Sabe padre? El dolor es algo terrible y, créame, yo sé cómo hacerle mucho más daño del puede soportar. – Tomó aire – Si aguanta demasiado acabará desmayándose de dolor y entonces tendremos que despertarle. – Se le iluminó la cara - ¿Sabe lo que haremos? Le cogeremos y le meteremos la cabeza en la pila del agua bendita ¿Qué le parece? – Rió y se volvió hacia atrás - ¿Qué os parece chicos? Cuando este cabrón se nos desmaye de dolor le haremos un buen bautismo. – Volvió a mirar a Silvio. Y esta vez susurró de cerca, sádico y apestoso – Te arrancaremos los párpados, te romperemos las piernas, las clavículas, los codos, los dedos; todos los dedos, uno a uno y lentamente. Te ataremos a una columna, te romperemos las rodillas y te obligaremos a mantenerte de pie. – Se acercó aun más. Sus labios secos y agrietados casi rozaban la el lóbulo derecho de Silvio - ¿Se lo imagina, padre? ¿Puede imaginar el dolor clavándosele en la nuca como una daga? ¿Lo siente? – El tipo se incorporó. Y recuperó su voz grave. – Es mejor para todos que hable cuanto antes. Le dejo unos minutos para pensarlo – dicho lo cual, salió de la sala.

Era capaz de hacerle todo aquello, no había duda. Aquel discurso, además de aterrador, le había parecido de lo más razonable. Silvio nunca estuvo hecho para ser un héroe. Su vida había transcurrido sin aventuras ni pasiones, sin devoción ni amor más allá de Dios. No, Silvio no era un héroe. Cualquiera comprendería que hablase bajo tortura. “Siempre, todos” acaban hablando. ¿Por qué llevaban si no los soldados cápsulas de veneno para suicidarse antes del interrogatorio? Por que saben que no soportarán la tortura.

¿Era esta la última hora que Dios le había preparado como premio a una vida dedicada a la dócil transmisión de su mensaje? ¿Acaso merecía él morir de dolor, ahogado en su propia sangre, por salvarle la vida a un asesino? No, desde luego que no. Su destino tenía que estar en otro lugar. Su muerte debía ser tranquila y sin sobre saltos, como su vida. Silvio sólo quería morir tranquilo, arropado, bendecido, en su cama y rodeado de sus amigos. No bajo los golpes de un sádico con los zapatos sucios y los bajos del pantalón cortos. Su muerte tenía que estar en otra parte.

La cabeza agachada precipitaba las gotas de sangre al vacío. La mayoría chocaban primero en su rodilla izquierda y luego se deslizaban tibias hasta el suelo. Allí, un pequeño charquito empezaba a tomar consistencia. Cuando vio el reguero de sangre de su pierna volvió a acordarse se Cristo. Levantó la cabeza para mirarle pero encontró al hombre alto entrando por la puerta con un cáliz enorme en la mano. Iba a aplastarle los dedos con él; lo supo enseguida.

Dejó el cáliz en el suelo y miró a Silvio.

- ¿Ha pensado en lo de antes, padre?

Silvio estaba empezando a marearse por el frío, el dolor y la pérdida de sangre. Notaba el labio y la mandíbula muy hinchados. El frío parecía calmar un poco el dolor de la fractura, pero ya le había congelado los pies y estaba tiritando sin control. La piel de sus muslos empezaba a amoratarse.

¿Qué podía hacer? Hablar, sí, pero ¿cómo lo explicaría después? En realidad sólo le habían pegado un par de bofetadas. ¿Qué diría? ¿Qué le contaría a la gente del pueblo? ¿Por qué iban a creerle? ¿Qué legitimidad tendría después de aquello? Nadie más volvería a confesarse con él. Tendría que dejar la iglesia, el pueblo, su pueblo, del que jamás había salido más de una semana seguida. Pero ¿qué sentido tenía soportar una tortura sabiendo que al final cedería al dolor? ¿Y si mentía? Podría decirles que Silvio estaba en un lugar distinto a donde en realidad estaba. Para cuando comprobaran el engaño, Silvio ya habría huido. ¿Pero no era ese el mismo final? Tendría que dejar su iglesia de todas formas. Dejarla y vivir atemorizado el resto de sus días pensando en ese hombre alto que vendría a por él para machacarle los dedos con un cáliz dorado. A buen seguro que no les sería difícil encontrarle.

- Padre, vamos a hacer algo, ¿le parece? Voy a traerle a usted algo con lo que pueda escribir, voy a liberarle las manos y va usted a decirnos el lugar a donde ha huido su amigo Diego. – El hombre volvió a darle la espalda – Julen, - dijo dirigiéndose a uno de sus acompañantes – ve a buscar algo donde nuestro amigo el cura pueda escribir. Va a contarnos donde está ese cabrón.

En realidad Diego no había ido a ninguna parte, estaba allí mismo, bajos sus pies. Tras contarle la historia le suplicó que le dejase esconderse en la iglesia. Al igual Silvio, conocía la trampilla que había bajo la capilla lateral. Una pequeña portezuela de madera tapada con una alfombra que daba acceso a un zulo diminuto donde, desde hacía siglos, se guardaban las cosas que no hacían falta en a diario. “Silvio, por favor, déjame quedarme unos días ahí, te lo suplico”, le había dicho con lágrimas en los ojos, “no vendrán a buscarme aquí, estoy seguro.” Se había equivocado, claro. “Sólo hasta que las cosas se tranquilicen, luego buscaré la manera de huir a Francia... Silvio…” No había podido negarse.

Ahora no podía dejar de pensar en las hijas de Diego. La más pequeña, Ana, una niña rubia y bonita como un ángel, se había despedido de él con un abrazo y unas flores que había recogido en la montaña. Se la llevaron engañada, diciéndole que iban a hacer un viaje a la ciudad. No podía dejar de pensar en la imagen de Ana despeinada, encantadora, angelical, con su bracitos extendidos y las manos llenas de flores. Si confesaba, ninguna volvería a su padre.

Julen, algo más bajito pero mucho más ancho que su jefe, había obedecido en silencio a la orden de su jefe y ya estaba de vuelta con un papel en el que había algunas anotaciones sin importancia. Al verle entrar el hombre alto se tanteó el bolsillo del pantalón. Sacó la pequeña navaja y un lápiz que arrojó al suelo junto al cáliz. Desenfundó la navaja y se acuclilló detrás de Silvio. Con un solo movimiento cortó las tres abrazaderas.

Silvio no tenía elección. Hablaría y le pediría a aquel hombre que le pegase un tiro. Eso es en lo único que pensaba ahora: en morir. Ya le daba igual no hacerlo tranquilo y en la cama. Sobrevivir a lo que estaba ocurriendo significaba ver morir a Diego y soportar la mirada de a Ana cuando regresasen al pueblo al terminar la guerra. Ese era el peor castigo posible. Silvio sólo quería no sufrir, morir cuanto antes. Confesar y pedir que le matasen antes que a su amigo. Si, eso haría. Hablaría. Escribiría: “Está debajo de este suelo”, eso exactamente. Y luego pondría, “mátenme a mi primero”. Muerto no tendría que preocuparse de nada más, todo habría terminado. Además ¿cómo podía estar seguro de que su silencio le salvaría la vida a Diego? Era muy probable que a alguno de aquellos tres matones se le ocurriese que Diego podía no haber escapado nunca. El hombre alto había dicho que alguien le vio entrar, pero no que alguien le viese salir. ¿Cómo no se habían dado cuenta de eso? Sin duda no tardarían. Él no podía hacer nada. Ya habían dado con Diego.

La liberación de las manos les devolvió a los dedos el riego sanguíneo y con este vino el movimiento, el hormigueo, la calidez y una cierta sensación de vida, de renacimiento. Consiguió, no sin dolor, poner las manos sobre las rodillas. Tenía los hombros entumecidos. Abrió y cerró varias veces los puños para comprobar que los dedos seguían funcionando y luego cogió el lápiz que le ofrecía el hombre alto. El papel estaba sobre sus rodillas.

La mano derecha sostenía a duras penas el lápiz. Temblaba tanto que se veía incapaz de hacer un trazo correcto. Haciendo un gran esfuerzo y respirando profundamente empezó a escribir. “Está de…” En ese momento se escuchó un ruido seco.

Diego estaba aterrado. Hacía ya más de una hora que esos dos hombres estaban ahí arriba con Silvio. Diego no podía dejar de pensar en él. Lo imaginaba desnudo, tumbado boca arriba encima de la vieja mesa de madera, las lágrimas rodando por los lados de su cara taponándole los oídos. Amordazado y aterrado. Lo imaginaba fiel. Dispuesto a soportar cualquier cosa antes que delatarle. Entero y leal hasta la muerte. Diego había escuchado las amenazas, pero sabía que aquello no iba a intimidar a su amigo. Silvio no iba a delatarle, pero si iba a sufrir. Iba a sufrir mucho sin merecerlo. Diego también pensaba en sus hijas. Marta, la más mayor; Silvia, a la que él y su mujer habían puesto el nombre precisamente en honor al cura que la bautizó; y Ana, la pequeña Ana, llena de vida y de futuro. Pensaba ellas y también en su mujer, Carmen. Había prometido no abandonarlas, regresar a su lado.


Diego se sentó un momento a pensar: si salía no podría hacer nada, le matarían enseguida; si se quedaba allí metido… acabarían encontrándole. Torturarían a Silvio, le matarían, y luego registrarían la iglesia. Darían con él, no tenía escapatoria. Le encontrarían, le sacarían del agujero, Diego miraría el cadáver de Silvio, pálido, destrozado por completo, magullado, desangrado hasta el límite, exprimido, y moriría con esa imagen en la retina. De conseguir escapar viviría con ella en la memoria para siempre. ¿Qué clase de hombre permitiría que su mejor amigo diese su vida en vano? ¿Qué clase de padre, qué clase de ejemplo sería pasa sus hijas? ¿Podría vivir con ello?

Tenía que salir. Todo aquello había terminado. Aunque no le encontrasen ahora sus posibilidades de escapar sin la ayuda de Silvio eran nulas. Nadie más en el pueblo ayudaría a un fugitivo. Le encontrarían antes incluso de abandonar el pueblo. Alguien le delataría. Era imposible escapar a los ojos de todos. Tenía que salir. Prefería que sus hijas le recordasen como un hombre honrado que cometió un error, que como un vil fugitivo muerto de dos tiros por la espalda en medio de un campo en una noche de invierno. Inspiró fuerte y subió unos peldaños con las manos extendidas hacia arriba. Pronto notó la tabla de madera. La tanteo con las yemas de los dedos hasta encontrar el viejo pestillo oxidado. Volvió a inspirar fuerte y con un movimiento seco y ruidoso lo descorrió.

miércoles, 24 de enero de 2007

El último tramo de Tom French

Tom French era, en aquellos días, un hombre metódico. Se ganaba la vida arreglando relojes de pared de cualquier tamaño: lo mismo le daba el cuco que el péndulo, la cuerda que el enchufe, el siglo XIX que el XX; Tom French era todo un profesional. Arreglar relojes era simplemente un don familiar del que no renegó. Cuando le abría las tripas a alguno de aquellos mecanismos inundados de engranajes y exactitud, tenía la sensación de estar hurgándole en las entrañas al tiempo. Se sentía una suerte de Dios armado con destornillador imantado, lupa de cuello grasienta y linterna de pila grande.

Todas las mañanas, Tom French salía de casa a las 10. Trabajaba muy hasta tarde por que sólo lo hacía de noche. Aun así se despertaba a las 9. Cinco horas eran mucho más que suficiente.

Vivía en un tercero izquierda. Bajaba las escaleras despacio, deslizando siempre su mano áspera por la vieja barandilla. Tenía que bajar tres pisos: seis tramos de escaleras. Todos menos el último, que, además, era ligeramente más largo habían sido recientemente reformados. Los desgastados escalones de madera habían sido remplazados por lustrosos e indestructibles escalonazos de mármol. Cuando empezaba el invierno se enfriaban y ya no volvían a calentarse hasta mayo. A Tom French le había molestado mucho la reforma, con la que, por otro lado, el resto de sus vecinos estaban sinceramente satisfechos. Menos mal que al bueno de Tom le quedaba el último tramo. Disfrutaba del crujido intenso y quejumbroso de la madera moribunda; un crujido cálido que rebotaba en las paredes del descansillo como un lamento centenario. Alguna vez pensó que había algo de sadismo en aquel disfrute, pero concluyó deprisa que era sólo otra faceta de su amor por el tiempo.

A Tom French le sorprendía que no hubiesen cambiado ese último tramo pues era, con diferencia, el más gastado. Tenía sentido: cualquiera que subiese a su casa, viviese en el piso que viviese, tenía que remontarlo. Era el único que tenían en común todos los vecinos. El segundo tramo era evitable por algunos ya que, en el descansillo del que partía ascendente, tenía el novísimo ascensor su punto más bajo. Pero ya ven, aun bajando en ascensor, todos tenían que descender el último tramo.

Tom French no comprendía. En su edificio de la Caba Baja, al borde la de ruina, la vejez se respiraba como otro componente del aire, indisociable de él. Si uno aspiraba por la boca, casi podía saborearla. Tom French, hombre poco sociable, de sesenta y muchos, delgado y alto, con gafas antiguas de cristales ahumados, abrigo largo en invierno y camisa clara en verano, amante del café, del sonido violento de las contraventanas, del amor de los libros y del de si mismo, vivía horrorizado pensando en el progreso. Los relojes estaban en todas partes y eran de todas las formas y colores. Complementos accesorios y desalmados. Relojes en los teléfonos móviles, relojes en los coches, en las cruces de las farmacias, en las paradas de autobús, a la entrada de los bancos, en las radios portátiles, en los ordenadores portátiles, en los termómetros publicitarios de las esquinas… relojes si alma por doquier.

Tom French cada vez salía menos. Le dolían mucho la espalda y el corazón, pero era un hombre duro. Cuando salía a pasear o a tomar un café, procuraba hacer siempre el mismo recorrido, uno que no tuviese más relojes que el suyo: uno dorado que había heredado de su abuelo. Un día Tom French sintió un dolor muy agudo en la parte baja de la columna y calló de rodillas al suelo. Los que por allí pasaban fueron en seguida a socorrerle como se socorre a un pobre ancianito impedido al que le ha fallado el corazón. El dolor era tan intenso que después de derribarle y hacerle poner los ojos en blanco, acabo por provocarle un desmayo.

Cuando Tom despertó estaba en un hospital. En uno muy blanco. Sobre sus pies había un sobre con radiografías y en el fondo, pegado con espadrapo a la barra de hierro que marcaba el fin de la cama, un bote traslúcido y de tapón rojo que contenía una especie de grumos cartilaginosos. Tom supo después que aquello era su hernia, que le habían operado de urgencia y que había esquivado de milagro la silla de ruedas. Su hermana, su única hermana, que vivía en Segovia, ya estaba de camino. Cuando el médico le dijo: “pero hombre, cómo no había venido usted antes, tenía que dolerle la espalda una barbaridad”; Tom no supo qué responder.

Le dieron el alta mucho después, casi pasó allí veinte días. Veinte días rodeado de progreso y de enfermeras. El olor a desinfectante se le había pegado a la piel.

El día que le dieron el alta, a Tom le dolía el pecho.

Sally, la hermana, insistió en quedarse con él unos días, pero Tom se lo prohibió. Accedió a que le acompañase en taxi y le ayudase a subir sus cosas a casa. Sally conocía bien el trayecto del hospital a casa de su hermano por que había tenido que hacerlo varias veces para llevar y traer ropa y algunos otros enseres de aseo personal. Había aprovechado para ordenar un poco la casa y quitarle el polvo. Ahora todo relucía y olía a pino.

- Verás qué bien te he dejado la casa. – le dijo su hermana después de darle las indicaciones al taxista - toda limpita. Hay que ver Tom, la tenías hecha un asco, con todos esos cacharros inmensos cogiendo polvo. Le he dado cera a la mesa del salón y a las estanterías. ¡Ah! Y también al parquet del pasillo. Ahora si parece una casa y no una habitación de pensión.

La hermana hizo una pausa y dejó de mirar por la ventana. Tom estaba blanco.

- Qué… ¿no dices nada? No hace falta que me des las gracias, lo he hecho por que he querido. ¡Ay! No sé cómo puedes vivir con tanto desorden. ¿Sabes Tom? Un día, cuando puedas andar bien, vamos a ir a comprar algo de ropa que la tienes toda comida por las polillas.

Tom seguía blanco, sin decir nada.

- ¡Ah! Por cierto, el último día que vine estaban terminando de cambiar la escalera. Ya era hora por que estaba tan gastada y vieja que cualquier día se venía abajo sin avisar.

viernes, 12 de enero de 2007

Maruja y las explosiones

Puedo imaginarme a Maruja en una habitación pequeña. Estanterías hasta el techo llenas de libros ordenados por el azar. Desorden. El maquillaje de por la mañana descansa deteriorado sobre su piel vieja, arrugada, al límite de lo grisáceo. Está tan quieta que ni parpadea. Parece un mueble más, cubierta por el polvo. Puedo imaginarla sentada frente a la pantalla del ordenador, el reflejo convexo de la luz de plasma en los cristales sucios de sus gafas gruesas, el humo del cigarro elevándose lento, definido primero y después desgarbado como el pelo de quién lo fuma. Al fondo, al otro lado de la ventana, un semáforo se pone en rojo y todos los coches responden con el mismo guiño, del mismo color, y se detienen.

Maruja lleva todo el día de un lado para otro. De la cocina llega el rumor cálido e inquietante de una radio encendida. De pronto, como en las películas intensas, del fondo de la nada surge una canción suave como una noche de invierno. Se eleva hasta apagar el ruido del tráfico y el murmullo de ese transistor que nadie escucha. Maruja tensa involuntariamente los músculos de la cara. Es la rabia. El no saber. Maruja explota sin estrépitos, como un globo de agua mal atado en las manos frías de un niño. Una fuga inevitable, incontenible. Una fuga maravillosa. Una fuga que libera lo que todo el mundo piensa, que pone el dedo en la yaga; o mejor, el puño en la herida, y retuerce, y aprieta. Sin piedad. Escribe. Digna. Dura. Les escribe. Jugándose la vida.

Deberíais abochornaros. Sois los terroristas más lerdos del mundo, y mira que hay dónde elegir. Yo había puesto el listón de la cretinez en aquel barbudo que le hacía la pelota a Bin Laden poco después del 11-S, contándole que su señora esposa había tenido un sueño premonitorio en el que veía los atentados a las Torres Gemelas. Pero esta historia de que seguís con la tregua mientras asesináis y, sobre todo, eso de que vuestra intención no era la de matar, como si los explosivos pudieran utilizarse también y únicamente para la depilación en seco, bien, todo ello reduce vuestro espectro encefálico a niveles prejurásicos, en relación con cualquier antecedente de cualquier calaña internacional y de cualquier hemisferio. Sois de una estulticia rayana en lo teo-ilógico: estáis embarazados pero sois vírgenes porque ha venido un angelito y etcétera, etcétera. Deberíais avergonzaros de hacer así el ridículo si no fuera porque, previamente, habéis cometido el crimen que nos impide trataros sólo como lo que también sois: una banda de capullos.
Pero sois unos asesinos. Posiblemente los asesinos más malos e idiotas del planeta. Qué coño una nación para vosotros. No servís ni para ilustrar una historieta. Qué sería de esas mentes vuestras privilegiadas sin explosivos, sin pistolas, sin balas, sin robar coches, sin anónimos, sin ejercer la extorsión, sin amedrentar y sin los bichos de Batasuna y otras garrapatas afines. Claro que tenéis que vivir del cuento nacionalista. Andaríais frescos si os vierais obligados, como los seres humanos normales (es decir, humanos), a ejercer un oficio, estudiar una carrera y no digo ya desarrollar una tesis o hacer oposiciones. Matar obreros, jueces, guardias civiles, políticos, periodistas, catedráticos: eso os da de comer. La maldad. El resto de vuestra capacidad cerebral da lo justo para aguantar la capucha.
No sé por qué los científicos británicos se ufanan de querer inventar un híbrido de humano y animal para sus investigaciones. Aquí ya lo hemos logrado. Es un cruce entre gilipollas y hiena, y responde a la denominación de etarra.
Pero no quiero acabar sin pedir perdón por esta columna a los gilipollas no violentos y a las hienas.

martes, 26 de diciembre de 2006

Sergio

Cuando tuvo tiempo para pararse a pensar, a hacer recuento, se dio cuenta de lo solo que estaba. Fue un día a finales de diciembre, una tarde de esas que anochece temprano, justo en el momento en el que el aire oscurece, las farolas se encienden y el cielo se mantiene azul como un diamante, limpio, sin una sola nube. Estaba sentado en un banco de piedra en la Plaza de Santa Ana, las piernas cruzadas, casi sentado sobre sus tobillos, un libro en las manos y la cara resguardada en una braga de forro polar que se calentaba con sus expiraciones. En el bolsillo interior del abrigo, un viejo discman Sony hacía girar una copia desgastada del Kid A. A medida que el cielo perdía luminosidad, la plaza en cuesta se iba llenando de pobres sin techo que se reunían allí para beber y sonreír un rato engañados por el alcohol. Una pareja, él vestido con unos pantalones de pana roídos y un jersey de lana, ella con unos vaqueros sucios, un jersey azul y encima un abrigo morado que le quedaba pequeño, los dos sin apenas dientes, se besaban en el banco de enfrente. Al separarse, se miraron a los ojos, y él la abrazó. La música le abordó como una revelación “I'd really like to help you man I'd really like to help you …”.

Sergio hundió la cabeza en sus manos buscando una respuesta entre los dedos, se apretó los ojos hacia dentro hasta el dolor leve y se esforzó por salir de su cuerpo, por desmaterializarse y anochecer como el día que se consumía, para amanecer en otro lugar, lejos. Sergio llevaba mucho tiempo sin querer ser Sergio. Sergio creía que la vida es como los juegos, que cuando te equivocas de camino puedes volver atrás, al punto donde guardaste la partida, y retomar desde allí la existencia. Sergio creía que el tiempo era un espacio sólido que uno podía recorrer hacia adelante y hacia atrás, como un camino de tierra entre los cedros. Pero Sergio había aprendido que no.

Con 24 años, vivía en Madrid gracias a que su madre, a espaldas de su padre, que había renegado de él, le ingresaba mensualmente un dinero que le ayudaba a subsistir. Vivía alquilado en un bajo cerca del puente de Vallecas y trabajaba de reponedor en El Corte Inglés de Sol. Había dejado la carrera de Filosofía a la mitad y aun le quedaban algunas asignaturas de 4º y todo 5º. Pensaba para si que las terminaría algún día, pero en el fondo sabía que no lo iba a hacerlo. Había dejado de escribir y cada vez leía menos. Había pasado de salir con una chica preciosa que conoció en el segundo año de carrera, Elena, una morena vitalista, inteligentísima y simpática que le quería; a mirarles el culo a las chicas que ofrecían turrón en la entrada de aquellos grandes almacenes. Su vida sexual se reducía a la autosatisfacción desde hacia ya casi un año. Su hermana había conseguido una beca para estudiar biología marina en Finlandia. Marta era muy inteligente y a pesar de ello, le quería. La despidió en el aeropuerto el día que salió a Helsinki. Ella le deseo suerte. Le dijo: Sergio, por favor, acaba la carrera y no dejes de escribir. Le dolía más por ella que por él mismo.

Los amigos de la facultad los había perdido a base de ignorarles y darles largas. Todavía le llegaban los mails en cadena de alguno, e incluso a veces alguien le escribía un mensaje para preguntar por su vida. A los amigos que había dejado en León también los perdió a base de no verles. Cuando regresaba a casa, en verano normalmente, le trataban bien, pero como a un visitante más que como a un amigo. Sergio no tenía raíces, sólo ramas cada vez más desnudas y hojas que caían al suelo trazando espirales al volar.

Pero Sergio era fuerte, iba a salir adelante, a cambiar de vida, solo necesitaba un punto de inflexión, un detonante, una chispara para encenderse y renacer. Empezó por levantarse y estirar las piernas, la izquierda completamente dormida y largarse de donde estaba. Cerró el libro, lo metió en bolsillo y se quitó los cascos. Tanteo el bolsillo trasero de sus vaqueros y notó un billete. Bajó hasta un Starbucks cercano, entró y se decidió por un chocolate caliente.

- ¿Su nombre?
- Héctor.

domingo, 24 de diciembre de 2006

Cuanto de Navidad

Un día, por estas fechas, llegó a mi casa de algún modo inexplicable una felicitación de Navidad. Había aparecido una mañana frente a la puerta, abandonada como un cesto que contuviese a un recién nacido. Mi madre abrió la puerta para barajar el cielo y el paisaje buscando en ellos, como cada mañana, alguna certidumbre con la que pasar el día. Observó el horizonte vacío, las montañas con las primeras nieves, el 4x4 familiar con los cristales anegados de hielo, los árboles desnudos de la entrada: el vacío enorme que nos rodeaba en todas direcciones desde que mi padre había decidido cambiar de vida, renunciar al mundo, al odio, y huir con mi madre y conmigo a las montañas. Fue al bajar la mirada, en un gesto distraído, como recordando de pronto de que había un mundo por debajo, cuando la encontró.

Entró en casa con ella en la mano y la dejó encima de la mesa de la cocina. Mi padre bebía café en una taza grande del Starbucks y ojeaba un dominical atrasado con Scarlet Johanson en la portada. Al principio no prestó atención y siguió leyendo. “Yassir, mira lo que había en la puerta”, dijo al fin mi madre con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho. Entonces miró: un pequeño rectángulo de cartón fino, de tamaño cuartilla, rojo por los bordes y blanco por la zona central. La frontera entre los dos colores pretendía dar la sensación de que el fondo era rojo y el blanco correspondía a la nieve. Sobre esta había escrito un pequeño mensaje: “El BSCH le desea una Feliz Navidad”, rematado más abajo, en la esquina inferior derecha, con el lema: “Queremos ser tu banco”.

Con la mirada clavada en aquello, mi padre cerró el dominical y dejó el café sobre la mesa. Aun sin perderlo de vista, como si mirase una bomba a punto de estallar, se levantó, muy lentamente para no producir vibraciones. La imagen era terrible. Yo miraba desde el marco de la puerta intentando comprender el significado de aquel rostro. Nunca había visto a mi padre tan ausente, tan derrotado, tan descubierto. Con dos dedos, como alzando el cadaver de un pájaro muerto, levantó la tarjeta, se acercó el cubo de la basura y la tiró. Una esquina roja permaneció fuera aun después de haber cerrado la tapa. Yo fui el único en percatarse. Me quedé observando aquel punto de color mientras mi padre volvía a tomar asiento y apoyaba los codos sobre las rodillas, la frente en la palma de las manos y barajaba con los dedos el cada vez más escaso pelo cano. Aquella esquinita contrastaba con todo lo demás: con el paisaje, con la nieve, con la madera de las paredes, con el camisón de mi madre… era un objeto fuera de sitio, una grieta en el mundo real por la que, en esos momentos, mi padre discurría hacia su propio pasado.

Tardamos dos días en recogerlo todo y bajar a la ciudad. Mientras mi madre metía la ropa en los armarios, mi padre fue a morir al hospital.

martes, 19 de diciembre de 2006

Competir con el croissant.

Por fin lo he conseguido. Y estoy satisfecho. Hoy es mi primer dia libre desde hace unos diez. Escribir un reportaje es así de absorbente. Ahora lo miro todo desde lejos y me parece que todo eso no lo he hecho yo mismo. Tenía decenas, centenares de folios de ducumentación, conseguí las entrevistas adecuadas, las declaraciones que necesitaba, las fotografías que ilustrarían el texto, acordes con él. Un trabajo duro. La noche anterior a la entrega, la del Jueves, fue muy dura; ajustando las palabras, repasando la adjetivación, la esturcturación general, la forma de cortar los párrafos, la distribución de las citas, la dosificación de las imágenes más potentes, la forma esconder los datos en el cuento, en el relato que debería competir con los croissants.
Había conseguido un final que cerraba el texto como un círculo, una bofetada literaria que te devolvía al principio dejándote una agradable sensación de plenitud. El titular era como un anzuelo de tinta: "El sueño de estar muerto". Quizás el enésimo reportaje sobre eutanasia. Dificil darle otro enfoque que no sea el de la contraposición entre el derecho a morir dignamente de quienes lo reclaman, y el problema moral que plantea legalmente el matar a alguien que podría permanecer con vida. A pesar de todo, creo que es un buen trabajo. Lo publican hoy. Ya está en la calle.

Lo tengo delante de mi, a dos páginas, fotos a color. Es sábado y estoy en una cafeteria espiando a los lectores. Los inquilinos de las cafeterias los sábados por la mañana beben de otra forma, fuman de otra manera, con otro gesto. Están más tranquilos, saborean el humo y el sabor tostado del café, se lo pasan por las encias, vuelcan enteras las bolsitas de azucar, piden la leche caliente y dejan que se temple sola. El hombre de la mesa de la izquierda ha empezado a leer el periódico por detrás. Leé la contraportada entera. Luego lo abre por las páginas de opínión y mira quién firma los artículos, pero no parece interesarle ninguno y retrocede hasta internacional. Se detiene en una noticia sobre México y lee la entradilla de otra sobre Rusia. Luego pasa las páginas desordenadamente, como perdido. Tenía un plan, un orden establecido, pero sólamente llegaba hasta ahi: contra portada, opinión, internacional. Al pasar de nuevo por opinión, lee el chiste, sonrie, pero no demasiado, más que gracioso le ha parecido inteligente. Mi reportaje aparece poco despúes. "EL SUEÑO DE ESTAR MUERTO". Ojea las fotografías, lee los pies de foto, vuelve a mierarlas. Clava los ojos en los globos ocularares inexpresivos de un hombre tetraplégico al que le pasa un tubo por la nariz. Ve la muerte. Se asusta. Devora con los ojos las arrugas en calma de la frente del hombre, profundas como grietas sin fondo. Casí puede notar el aliento de la desesperación.

Pasa página, termina el café, y muerde el croissant.